Tres Hermanas (Un cuento para el verano)

Un cuento para el verano


Tres hermanas


Otra forma de evadirse Jacinto de su rutina laboral era, en sus días libres, montar en su motocicleta enduro para recorrer carriles y sendas a través de la baja montaña de  Sierra Nevada, Granada.

A las puertas del verano, muy de mañana, Jacinto se adentró por un paraje desconocido para él y que buscó en un estupendo mapa militar, escala 1:50.000

 Descendiendo por un camino de piedras puntiagudas Jacinto notó como la rueda delantera perdía presión con rapidez. Había pinchado.

Paró el motor y el silencio lo envolvió por completo. Tenía que pensar. El pueblo que él había dejado atrás estaba a unas tres horas caminando del lugar donde se encontraba. Subió una costanilla para orientarse y comprobó que al otro lado de un riachuelo seco había un cortijo. 


Llegó empujando la máquina hasta una higuera que se encontraba frente a la explana de entrada a dicho cortijo. Jacinto se quitó los guantes y la cazadora; el casco colgaba del manillar. Estaba exhausto y cansado, tenía sed. Mucha sed. Era ya mediodía.

-¿Quién anda por ahí? -preguntó una voz que procedía de una mujer que salió del cortijo. Aparentaba unos sesenta años de edad, iba vestida como una campesina  pero que no desdibujaba su alta y gallarda silueta a pesar de aparentar unos sesenta años de edad.

-Buenos días, señora -contestó Jacinto

-Ya veo, ha pinchado su moto. Una pena pues el Land Rover de la finca está en el taller del pueblo. Pero, pase usted que ya aprieta el calor.

Una gran sala fresca y oscurecida por tener los postigos de las ventanas entornados recibió a Jacinto y a la señora. Segundo después apareció otra mujer, metidita en carnes, de aspecto saludable y que llevaba una bata estampadas de esas que se abrochan con botones por su parte delante, pero que la mujer, lustrosa, brillante y de aspecto muy limpio llevaba casi desabrochada mostrando parte de su hermosa anatomía. Tras el saludo de rigor de la llenita, la hermana mayor dijo:

- Le presentaré a mi otra hermana, a la más pequeña de las tres. 

-¡Adela, asómate para que te presenta al motorista! -gritó la dama mayor.

Adela era como una Lolita rural, que aparentaba tener menos de  veinte años de edad. De carnes apretadas y mofletes sonrosados, piernas preciosas contorneadas. Era un auténtico bombón.

-Trae la jarra de mosto para que este joven tome resuello y se refresque -ordenó la mayor.

Jacinto bebió un par de vasos llenos hasta el borde. No supo si el mosto era bueno o no, pero estaba fresco y entraba bien por el gaznate. Un mareo grato le invadió casi al instante; se sentía muy a gusto.


Estando las hermanas y Jacinto hablando sobre el cortijo, la cosecha y del calor que hacía, la hermana mayor, la sesentona, desapareció de la animada charla, disculpándose previamente.

De pronto, la hermana de la bata estampada mandó con la mano callar para oir la voz de la mayor solicitando que pasara el motorista.

Jacinto entró en la cámara que le indicó una de las hermanas y allí estaba, la mayor de todas, de pie, en el centro de la habitación envuelta en una sábana que dejó caer nada más pisar Jacinto el dormitorio.  La dama se quedó desnuda mostrado un cuerpo excelso, casi escultural, sorprendente para una mujer madura. Toda ella olía a lavanda.


Cuarenta minutos después apareció Jacinto en la sala donde las hermans continuaba hablando del campo y de caballos. Tras Jacinto caminaba la señora sesentona colocándose bien la pañoleta de fina tela que le cubria sus cabellos. 

-Ahora me toca a mi- dijo con naturalidad la mujer del vestidos estampado tomando de la mano al motorista y tirando de él hacia su dormitorio. 

Tres botones se desabrochó antes de mostrar un cuerpo desnudo tan perfecto como una pintura de Botticelli. Todo su ser desprendía un aroma a tomillo, a monte salvaje, tan salvaje como transcurrió el encuentro.


Jacinto bajó del cuarto de la mujer del vestido estampado. Antes de cumplir con la hermana Lolita Jacinto necesitaba un descanso. La hermana pequeña le ofreció otros dos vasos de mosto y tras beberlo le invitó a subir a su dormitorio. Ella olía a vainilla. Todo su cuerpo. Su boca, su piel, sus axilas, su pelo... todo sabía a vainilla pura.


Terminado los encuentros amorosos entre Jacinto y las tres hermanas, la mayor ordenó a la pequeña que preparase el caballo para bajar al pueblo  para que Paco, el capataz, subiera en su furgoneta para recoger al motorista accidentado. 

Antes de transcurrir dos horas un viejo Toyota Hilux apareció en la explanada del cortijo. En la caja del vehículo trasportaban la moto y en la cabina, junto al anciano socarrón, iba Jacinto.

-Pues menos mal que dio usted con el Cortijo de las Tres Hermanas con el calor que está haciendo...

-Menos mal, menos mal -contestó Jacinto rascándose con un mal disimulo sus ingles y recordando, al mismo tiempo, aquellos olores, aquellas esencias emanadas de sus cuerpos, a lavanda, a tomillo y a vainilla. 


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