El niño de los labios pegados (Un cuento macabeo)

El niño que no movía los labios cuando hablaba 


-Buenos días, tenemos cita para las cinco.

- Ah, sí. Señora de Restepo. El doctor está terminando, yo la llamaré.

- ¿Cómo estás, Adela? Ya me dijo tu marido lo del niño. Nene, ven a mi lado que te vea. 

-¿Como te llamas?- preguntó el neurólogo  acariciando la rubia cabellera del niño.

-Me llamo Jacinto Restepo de Velgar y Sumillas.

El doctor no pudo contener su admiración contemplando hablar al niño mientras que sus labios permanecieron sellados. Se le oía con toda claridad, vocalizaba mucho mejor que un niño de sus misma edad, ocho años. El doctor ya sabía, por su amigo y padre del niño, esa rara "habilidad" de Jacinto, hablar sin mover los labios. Sin duda era el fenómeno mas raro que había visto. No, no era un ventrílocuo. No había truco alguno, era otro fenómeno más de la naturaleza.  

"Este niño sería una mina si se le explotara en un circo o en una sala de fiesta o en unos de esos execrables programas de televisión donde niños adiestrados manifiestan sus espurias habilidades. Menudo es el padre de Jacinto, un millonario pagador de todas las corruptelas de la provincia. Un potentado poderoso que hace y deshace negocios y a  politicos según le interesa y le viene en ganas" - meditaba el doctor mientras auscultaba al niño.


Jacinto creció con este handicap, si se puede llamar así a su habilidad de poder hablar con los labios apretados. No sabía moverlos, solo abría la boca para comer o para besar a su primera novia del instituto. ¿Me quieres?, dijo ella cuando recibió el primer beso de Jacinto en el parque. Claro que sí, eres mi diosa -contestó él sonriendo pero con la boca cerrada. Ella lo aceptaba pese a su supervalía; de todas formas hay mujeres aparentemente normales que se casan con hombres tarados.  

Jacinto estudió derecho pero nunca ejerció en un tribunal. Sería ridículo verlo argüir con la boca cerrada y con su eterna sonrisa meliflua, de ángel caído. En su lugar consiguió, a regañadientes, que su padre le comprara una pequeña sala de fiesta en el centro de la ciudad.

 Todas las tardes el público hacía cola para verle a pesar del elevado precio de la entrada. Estudios cinematográficos le ofrecieron el oro y el moro por hacer una película. Diferentes cadenas de televisión lo dejaron como algo inalcanzable. 

Sobre la cornisa de la sala de fiesta rezaba un cartel: "El hombre que habla con el alma".

-¿Sabes? Lo único que echo en falta por no poder mover los labios -dijo un día a su esposa-  es mi  incapacidad por poder decir, pero moviendo la boca con  exageración y teatralidad, aquel grito de guerra que tengo incrustado en mi alma: "Idos todos a tomar por saco, caterva de inútiles"


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