La cuidadora maltratada
Adela paseaba por el parque de aquella ciudad de provincia. El día era perfecto, finales de invierno, con la primavera cantando sobre los árboles cuajados de botones a punto de estallar.
Adela, próximo a los 56 años de edad, aún de buen ver pese a su martiro existencial, todavía conservaba algo de coquetería y a veces se decía "ese hombre me ha mirado con cierta lascivia, levanto admiración en el sexo opuesto"
La realidad le hacía vivir lo contrario. Esa esclavitud empujando desde hacía años a su marido tullido, con el cuerpo inerte pero con la lengua viperina activa, siempre insultando y exigiéndole. Un auténtico tormento.
Sí, se quedó inválido tras sufrir la caída de un caballo que compró meses antes de rogarle a ella, su esposa, que vendiera una finquita y una casa de pueblo de sus padres para que él, tan chulo y guapo, pudiera codearse con la crema de la sociedad en el Club Hípico Central.
A mitad de la década de los años 60 todavía las esposas eran consideradas como un aditamento del macho alfa, del marido.
Jacinto el apuesto y presuntuoso marido de Adela era un hombre con deseos de rico-hombre, siendo un mero gestor de la oficina que heredó de la familia. Tenía aires de grandeza. Ella, su esposa, su mujer, obedecía, por miedo o por ignorancia, a todo lo que él ordenara o insinuara. Que si me compro un caballo y lo mantienen en la hípica alli podría encontrar a gente que contraten mis servicios como gestor.
Fue un accidente extraño, nunca se supo el motivo. Un día salió del Club a caballo acompañando a Sonia, una pendón de cuidado, amante de un constructor con fama de mafioso.
El caso es que se cayó del corcel y lo encontraron hecho un ecce homo. De Sonia jamás se supo. Dicen que unos matones a sueldo del constructor le dieron una paliza que lo dejaron en silla de ruedas. Otros comentan que intentó coger por la cintura a Sonia mientras trotaban y él, no muy experto caballero, cayó y casi se desnucó.
Jacinto inválido tenía, al principio de su convalecencia, una movilidad de cintura para arriba. Adela no olvidó aquella tarde cuando llegó a casa anocheciendo y el sádico le obligó a arrodillarse frente a él para recibir una sonora bofetada del marido y escuchar como le llamaba puta y casquivana.
Adela era ahora la dueña de la situación. Con el tiempo la invalidez progresiva dejó al esposo hecho una momia, solo le funcionaba la lengua para insultarla y zaherirle. Pero ¿por qué tengo que aguantar a este jumento? Se dijo Adela contemplando el parco horizonte del parque.
Un día saltó el escándalo. Adela ya estaba lejos. El AVE la trasladó a Madrid y allí, en Barajas, tomó un vuelo a París donde Pedro, un español exiliado, recién jubilado, anticuario y con "posibles" la esperaría para comenzar una nueva vida que ella tanto anhelaba. Una vida auténtica.
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