La maleta, un cuento veleidoso

La maleta (Un cuento veleidoso)

Cuando Jacinto veraneaba en Motril, en la casa de su tía Angustias, se encontró con su amigo de la infancia Luis, que vivía en algún lugar de Cataluña. 

Después de los abrazos y saludos de rigor entre Jacinto, un perdedor nato, administrativo de Seguros El Puntal y su exitoso amigo, que salía incluso en la television opinando sobre esto y aquello, Luis invitó a comer a Jacinto en un lujoso restaurante; tras el postre  llegó la extraña proposición.

-¿Sigues viviendo en aquella enorme casa de tus padres que estaba en El Realejo?- preguntó Luis.

-Allí vivo antes que se caiga la casa de vieja

-¡Qué desvanes tenía, enormes, con huecos de armarios en todas las paredes! ¿Te acuerdas cuando jugábamos a la guerra con nuestros amigos? 

-Bueno, al grano- cambió de pronto la conversación Luis para, bajando la voz y chupando más que fumando un habano y oliendo ceremoniosamente la copa de brandy Carlos I Imperial -  te propongo un trato del que vas a ganar dinero sin hacer nada

-¿Sin hacer nada?

-Así es. Sólo tiene que guardar una maleta que quedará emparedada en el desván de tu casona. Hasta que yo te diga.

-¿No habrá nada peligroso en la maleta? - preguntó el timorato Jacinto

-Nada de lo que imaginas. Solo documentos, muy importantes, pero solo son papeles.


Días después Jacinto y Luis se encontraban en las enormes y vacías habitaciones del desván. Antes, Jacinto, siguiendo las instrucciones de su amigo, había comprado ladrillos macizos de un derribo y dos sacos de yeso. Luis manejaba el palustre con habilidad, era normal porque su padre había sido un peón albañil toda su vida y el chico copió las maneras. 

En una pared se hundía un hueco que pudo haber sido una alacena. Luis miró el lugar y metió en ella una maleta de seguridad de aluminio tan duro como el acero. Colocó los ladrillo a tizón, para que no sonara a tabique hueco, y con yeso los cubrió simulando una superficie vieja. Cuando secó el yeso no se notaba que allí existió antes hueco alguno.

Todos los meses, entre el uno y el diez, alguien metía bajo la puerta de Jacinto un sobre con dos mil euros: el precio acordado por guardar el tesoro documental. Jacinto prosperó, pues dos mil más mil quinientos que ganaba en el trabajo le hizo llevar un nivel de vida algo mejor que el anterior a tal extremo que se llevó a vivir a casa a una mujeruca que conocía del barrio ya que era una dependienta de la panaderìa a la que veía todos los días al comprar la barra de pan. Rondaría los casi sesenta años de edad aunque era jaquetona y de buen ver. Jacinto necesitaba una compañera y ella necesitaba un hogar alejado del húmedo cuarto de alquiler de la calle Molinos.

 Jacinto seguía recibiendo el sobre mensual. Su compañera y él eran felices. Se utilizaba uno al otro. Y como todos los pobres felices, con la panza llena no hay penas.


Con el tiempo tanto Jacinto como Játiva se extinguieron, muriendo par dejar paso a la piqueta y derrumbar la casona, que alguen había heredado o comprado, para edificar en el solar un hotel boutique. 

"Extraño hallazgo en el derribo de la casona de los Florindos. Una maleta de seguridad ha sido hallada emparedada cuando los obreros derribaron el lienzo norte del edificio"

  

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