Un cuento para junio: Jacinto, el marqués

Un cuento para junio

Jacinto, el marqués


El modesto pero lustroso Citroen 11B paró frente al Casino Lux, el casino de los señoritos. El mecánico, el chófer, descendió apresuradamente para abrir la puerta al  joven marqués. Cinco pasos después don Jacinto, o el señor marqués como gustaba le llamasen, se sentó en un sillón de mimbre, junto a terratenientes y ancianos de la alta sociedad pueblerina, que contemplaban en silencio, a la gente del pueblo llano que paseaba calle arriba, calle abajo, como era costumbre a principios de los años 50. 

En realidad, todos los socios del casino sabían que el marqués no era tal. Pero había heredado mucho dinero y se portaba como un auténtico señor, además de ser generoso invitando frecuentemente con vino manzanilla las tertulias de los viernes que se celebraban en el interior del local.

Don Jacinto, el supuesto señor marqués, era el hijo único del administrador que tuvo un verdadero marqués, el de La Cilla, del que obtuvo en herencia una gran fortuna. Algunos malintencionados dijeron que el administrador fue el amante del senil aristócrata. Todo era posible en aquellos tiempos de confusión e hipocresía. El caso es que a los dos años de heredar el administrador le dió un jamacuco y murió, pasando toda la inmenss fortuna a su hijo Jacinto, algo torpón pero con ínsulas de mariscal pero que  todavía intentaba sacar la carrerita de perito mercantil en la capital  cosa que dejó para  autoproclamarse marqués y señorito.

Ser millonario a los veintitrés años de edad fue una auténtica bendición. Y el joven, que ya había copiado los gestos solemnes de su padre, que como buen sirviente imitaba al de La Cilla, se hizo llamar por sus jornaleros y sirvientes, señor marqués y por los socios del casino, don Jacinto. 

Jacinto disfrutó de numerosas amantes , entretenidas y querindongas hasta cumplir los cuarenta años cuando pensó que su enorme fortuna sería una pena dejarala al aire cuando él desapareciera. Necesitaba casarse, fundar un hogar y tener herederos. 

Con 40 años de edad el marqués seguía siendo un hombre muy atractivo, de refinados modales, generoso con los amigos y con fama de  buen amante con las damas. Un perfecto candidato para alguna mujer casadera de la nobleza  local pero ninguna de las posible candidatas querían tener un esposo advenedizo con fama de putero.


Una tarde que estaba en el acechadero, en los butacones de mimbre en la acera del casino, vio pasar a un grupo de chicas que comían pipas de girasol de unos cucuruchos de papel que cada una portaba mientras reían entre ellas; destacaba entre estas una joven alta, de claros cabellos y ojos verdes que miraba coquetamente y con mal disimulo, cada vez que pasaba, frente a los mirones del casino.

Jacinto llamó al camarero, un tal Paquito, un hombre con más de sesenta años de edad para preguntarle quien era aquella chica tan espigada y bella. Es la sobrina de la mercera, que al quedarse huérfana la ha recogida para trabajar en la tienda- respondió el hombre con una servil sonrisa- añadiendo, se llama Paula.

A la romería de la Santa Llantina solía asistir todo el pueblo. Ricos y pobres se disfrazaban con los trajes típicos, unos a caballo y otros a pie subían hasta la ermita ubicada en un paraje rodeado de pinos.

Paula apenas podía arrastrar sus botas camperas y para colmo, el sol de mayo era inmisericorde. Subía a la ermita acompañada por su tía y dos amigas. Sudaba y la visión se hacía borrosa por el esfuerzo. Con la cabeza gacha solo veía las puntas de sus botas deseando llegar pronto a la cima. Por el rabillo del ojo vio que un caballo andaba a su paso. Levantó la cara y vio al marqués que la invitó a subir a la grupa de su cartujano. La tía, la mercera, le dio con el codo a la joven y ella aceptó. Todo el mundo miraba a la esplendida pareja. Ella con apenas dieciocho años de edad y él un apuesto y rico cuarentón.


La boda fue muy sonada. Dinero, poder e iglesia siempre se llevaron bien. El cardenal-obispo de Sevilla celebró la ceremonia. Acudieron la flor y nata de la clase bien de los alrededores. Las fotos de la de la boda salió incluso en el ABC de Sevilla y las emisoras de radio retransmitieron el evento como si fuera un partido de futbol . En 1952 fue un gran acontecimiento. La cenicienta Laura se casa con todo un señor marqués.


Pasaron los años hasta devorar el tiempo a Paula que la hizo una dama madura pero distinguida. Se convirtió en una mecenas apadrinando a un mal pianista del lugar para que estudiara en Italia y que nunca destacó y  comprando obras de arte que exhibía en  su casa-palacio convertida en una pequeña corte con diez sirvientes y sirvientas uniformados.

 El marqués casi anciano dejaba hacer y deshacer a su esposa, la duquesa del Frondón, un título que le costó una fortuna.

Tuvieron tres hijos, dos chicas que salieron  pendones y ligeras de cascos y un chico que solo servía para montar a caballo en una finca donde criaban  reses bravas. 

¿Quién iba decirme que yo, una muerta de hambre sin futuro, sin educación y sin oficio ni beneficio,  me convertiría en una duquesa rodeado de belleza y de gente aduladora? -pensó Laura, sesentona,  mientras se lavaba las ingles. 





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