Se cayó de un caballo bayo (Un relato de desamor)

Se cayó de un caballo bayo


Una historia de desamor


"Te envío este correo porque tu eres mi amiga más querida, espero me comprendas" Así comenzaba aquella carta que su amiga Adela le escribió vía Email.

"Sabes que me casé con Jacinto porque era muy guapo, creído y presumido. Me gustaba más que los mozos que entonces había en nuestro pueblo: catetos, soeces y maleducados. ¿Te acuerdas cuando estudiábamos el bachillerato en las clarisas  y yo tuve que dejarlo a mitad del segundo curso porque mi padre, que en gloria esté, decía que una mujer no tenía que estudiar, que para eso estaban los maridos, para mantenerlas, cuidarlas y hacerles hijos.

Nos casamos. Yo estaba prendada de mi joven esposo. Era guapo y muy simpático. Trabajaba como administrativo en la capital, en la diputación. Ganaba una miseria que mi padre complementaba con un ingreso mensual en nuestra libreta de ahorros, aparte del piso totalmente amueblado que papá nos compró en el Gran Eje, en la zona más elegante de la ciudad. Éramos felices, tuvimos dos hijos que salieron al padre, con esa belleza insolente de él y que tanto me gustaba.

Al morir mi padre heredé su cuantiosa fortuna que mi espabilado esposo administró con tacto el primer año, aunque cuando tomó conciencia de su riqueza comenzó a vivir como un señoritingo de la época. Ya había dejado el trabajo de oficinista al mes de disponer yo de la herencia. Jacinto comenzó a disfrutar de su nuevo estatus social. Yo quedé apartada, más bien aparcada, sólo para cuidar, junto a una niñera,  a nuestros hijos. Para colmo Jacinto se unió a una pandilla de ricos ociosos de la capital que de monteria a montería en Andújar, de juerga a juerga en aquel puticlub de la carretera de Granada y de su reciente afición  por los caballos apenas lo veía. Nuestro, mejor dicho mi dinero, menguaba a ojos vista.

En el club hípico tenía estabulado dos hermosos caballos para iniciarse como jinete de salto, su nuevo capricho. Un día, entrenando, se cayó y quedó parapléjico. Un drama para él  pero más para mí; todo el día en casa insultándome porque se sentía minusválido e inservible. Yo soportaba sus gritos y malos modos con resignación.

Con el tiempo los hijos crecieron y se independizaron, viviendo ambos en el extranjero. Yo y la criada cuidábamos del caballero sin caballo. Era muy exigente a pesar de su minusvalía. Era atrozmente despiado conmigo y  también con la sirvienta. Se convirtió en un ser insoportable.

Un día me llamaron de la policia local. La silla de ruedas con la que se paseaba por el parque  mi marido se había precipitado por la larga escalera de la rosaleda y Jacinto falleció a causa de los golpes que recibió en la cabeza.

Lloros y caras de pena, como en todos los entierros. Jacintillo, nuestro hijo diplomático, que vivía en Roma asistió al entierro del padre. La chica no pudo porque vivía en Nueva Zelanda.

Pasaron los meses y como el tiempo todo lo cura me quedé  -sigue la carta de Adela a su amiga-  aliviada al fin por no tener que soportar al tullido.

Yo ahora vivo bien ya que Jacinto no tuvo tiempo de arruinarme del todo. Con el arrendamiento de tres pisos de mi propiedad, vivo bien. Tengo sesenta años de edad y aún deseo desear. Mientras que te escribo este email fumo un cigarrillo y saboreo un martini y sin saber el motivo viene a mi mente una frase que la profe nos ponía en los ejercicios de ortografía: Se cayó de un caballo bayo (gracias a Dios, me dije mentalmente, mietras chateaba con un individuo de la Patagonia)"

 

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