Mi profesora de inglés

Mi profesora de inglés


Jacinto necesitaba familiarizarse con la lengua inglesa hablada, la coloquial, la que necesitaba para desempeñar su nuevo trabajo en allende el Atlántico. 

Jacinto a sus 23 años de edad tenía un nivel medio aceptable leyendo y escribiendo inglés pero su inglés hablado era deficiente. Tenía que practicar. Para esto se matriculó en una academia no muy lejos de su centro de trabajo, en Madrid.

-Le pondremos con el grupo de Mrs. Stacys. Una profesora americana de Chicago para que usted se acostumbre al acento norteamericano- le dijo el director de la academia, hablando siempre en inglés.


- Me alegro de estar con ustedes cuatro en esta clase de conversación práctica hablada - dijo emocionada la profesora a sus cuatros alumnos, todos adultos que necesitaban el conocimiento del idioma para sus respectivos trabajos.

Aquel año de 1967 fue un año muy movido  en Europa a nivel internacional. ¿Se preveía el mayo francés del 68? 

Las clases transcurrían de una forma distendidas, se hablaba de todo menos de política aunque sí de religiones y de costumbres "raras" de cada país. Lunes, miércoles y viernes de  6 a 8 de la tarde. Lloviera, nevara o se asara uno por el calor veraniego madrileño, Jacinto nunca faltó a clase. Sí los otros alumnos que incluso al cabo de unos meses dejaron de asistir. Solo quedó Jacinto frente a su profesora. Todo un lujo, dos horas hablando y oyendo inglés colonial, como dicen los ingleses... de Inglaterra.

-Buenas tardes Mrs. Stacys -saludaba Jacinto antes de sentarse frente a ella. 

-¿Qué tal el día en el trabjo?- solía preguntar al joven.

-Tengo la cintura deshecha de estar doblado frente al tablero de dibujo. De pie e inclinado y con la vista fija en los trazos del plano.  

-Por eso le llaman trabajo y no gozo. Porque cuesta ganarse el pan de cada día. Un ejemplo -añadió la profesora- cuando me levanté  esta mañana para venir a la cademia estaba Madrid cubierto de niebla. Una niebla espesa que apenas veía a unos metros y que me hizo pensar ¿Qué hago yo, una mujer americana de Chicago, mayor, divorciada y escasa de recursos económicos viviendo entre estos españoles?

-Eso mismo me pregunté yo algunas veces - contestó Jacinto

-Imagino que usted habrá calculado ya mi edad. No se lo diré. Cuando yo era jovencita, al finalizar el   High School marché a California, a Hollywood, para intentar conseguir un papelito de extra en la industria del cine. Fracasé. No culpo a nadie. Volví a Chicago cargada de experiencias californianas, algunas buenas y la mayoría de estas malas. En Chicago conseguí el traspaso de una tienda de alimentación y allí aguanté hasta que Tony, un antiguo vecino de la infancia, propuso casarme con él , que era militar,  para marchar ambos a Madrid, a la Base de Torrejón de Ardoz. No lo pensé, estaba harta de aquella convenience store, de aquella miseria de mi flat alquilado y de toda mi vida.

-A veces la rutina aliena más que conforta -dijo Jacinto satisfecho por su contestación casi filosófica.

-Sí, necesitaba aquel cambio. Peter era algo más joven que yo, muy simpático, jovial y muy mujeriego.

-En Madrid fuimos felices los primeros años hasta que sin saber cómo yo envejecía a pasos agigantados mientras que él permanecia casi igual de apuesto a sus 45 años de edad. Y pasó lo que tenía que suceder. Una españolita, morena guapa y vivaracha lo convenció para que se divorciara de mí y se fuera a vivir con ella.

Me sentó mal la separación. Caí en una fuerte depresión y mis supuestas amistades americanas de las damas de la Base fueron dejándome de lado. Con el tiempo pude recuperarme y buscarme la vida dando clases de inglés en academias de este tipo.

-La vida es una tragedia o una mascarada, según se presente -contestó Jacinto saboreando esta frase.


Cuando llegó la primavera de aquel año de 1968 Jacinto se despidió de Mrs. Stacys, ésta con lágrimas en los ojos comentó que el mundo era de los jóvenes decididos, que la vida siempre sería hermosa para ellos siempre llenos de  proyectos y de sueños.

Entonces Jacinto, tan redicho como siempre, dijo aquello frase atribuida a Cervantes: Amigo Sancho, cada cual es feliz con lo que posee. Tu con tu burro y yo sobre mi corcel.


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